El horror de los campos de exterminio consistía, según nos enseñó en su magistral lección sobre el totalitarismo Hannah Arendt, en el hecho de que los reclusos, aun en el caso de que conservaran la vida, estaban más efectivamente cortados del mundo de los vivos que si hubieran muerto. Era como si se hubiesen convertido en material desechable, superfluo, destinado a la liquidación, como si nunca hubieran existido. En eso consistía lo que Arendt, tomando el concepto de Kant, pero llenándolo del contenido de una experiencia vivida, de una vivencia propia, llamó el mal radical, el lugar de la dominación total, quintaesencia del totalitarismo, masas humanas encerradas en campos de concentración, sometidas a la peor tortura imaginable: vivir como si ya hubieran muerto.

Toda representación del pasado tiene límites exteriores al texto y al sujeto que los recuerda, límites que no tienen nada que ver con la libertad de expresión ni con cualquier consideración moral, sino que proceden de los mismos hechos que se pretende representar. Como Perry Anderson y Carlo Ginzburg replicaron a Hayden White, no es posible representar la planificada operación política y administrativa de exterminio de judíos —conocida en el argot nazi como Solución Final — según el modo de tramar de un romance o una comedia. Sin duda, la representación es obra del autor, su invención, pero para que esa invención no destruya la memoria del pasado que se trata de reconstruir debe estar controlada por las voces que nos llegan de ese mismo pasado.

A eso era a lo que exhortaba el camarada Kaminsky, una tarde de domingo en Buchenwald, al grupo de reclusos que escuchaba en estremecido silencio, de boca de un judío superviviente entre una montaña de cadáveres transportados en un convoy de la muerte, la explicación del funcionamiento del sistema de exterminio en los campos de Auschwitz-Birkenau, la selección de los presos, las cámaras de gas, los hornos crematorios: “No lo olvidéis”, repetía con voz ronca y justiciera el alemán Kaminsky, y nos recordaba Jorge Semprún: “No lo olvidéis jamás: ¡Alemania es culpable; mi patria es culpable!”. Es, por decirlo ahora con la bella metáfora del último Paul Ricoeur, “la memoria herida por la historia”, lo que quiere decir: memoria que recuerda aquello que la voluntad quisiera olvidar porque su mera evocación hiere a nuestra gente, a los nuestros.

No se trata de perdón, sino de que los votantes carecían de elementos de juicio sobre el votado

Por eso, porque el hombre es libre, capaz del mal radical y de la negación de su recuerdo, cabe también construir un relato de esos hechos, no para dar cuenta de ellos sino con el propósito de destruir su memoria como experiencia del mal radical. Y es esta la clase de narración elegida por el autor del tuit difundido hace cuatro años por quien ahora es concejal del Ayuntamiento de Madrid, cuando convierte la Solución Final en un chascarrillo que no se limita a banalizar el mal, como cree quien lo ha propagado: banalizar el mal radical es lo que Otto Adolf Eichmann pretendía ante el tribunal que lo juzgaba en Jerusalén cuando explicaba su participación en el exterminio de judíos como burocrático cumplimiento de un deber de obediencia a unos jefes portadores de una misión universal; banalizar el mal es a lo que se dedican ahora los miembros de ETA y sus cómplices y amigos cuando narran sus asesinatos en el modo épico, como mero resultado de la lucha por la liberación de un pueblo. Pero lo que pretende este tuit no es eso; es machacar, pulverizar, destruir las voces que nos llegan de aquel horror para convertirlas en cenizas de cigarrillos depositadas en el cenicero de un coche. Lo de menos es que rebase o no los límites de la libertad de expresión, que su contenido sea o no insultante, o que manifieste un gusto deplorable; todo eso, para el caso, es irrelevante. Lo que importa es que con ese procedimiento narrativo destruye la memoria del mal radical: el exterminio de judíos, así contado, es recibido con una carcajada por el público al que va destinado.

Solo cuando ha caído en la cuenta del efecto político que alcanzaba su narración, el responsable de la difusión por las redes sociales de este acto de borrado de la memoria ha pedido públicamente perdón a quienes se hayan sentido ofendidos. Bien está, pero ¿basta esta petición o, más aún, bastaría un perdón otorgado por los ofendidos para mantenerse en un cargo público como representante elegido por los votantes de un partido? No, en absoluto. El perdón es un acto moral, que concierne ante todo a quien lo pide y a quien lo otorga. Aquí no se trata de eso, sino del elegido por unos votantes que carecían de elementos de juicio sobre la identidad política del sujeto que les pedía, como miembro de una candidatura, su voto. Lo obligado no es pedir perdón sino tomar nota de la propia e intransferible responsabilidad política y actuar en consecuencia, como inevitablemente se ha visto impelido a reconocer Guillermo Zapata renunciando a su designación como responsable de la concejalía de cultura, aunque con el peregrino argumento de que era ese ámbito el exclusivamente afectado por su intervención en las redes.

Si el concejal dimitido no puede representar a la cultura madrileña ¿por qué sí a otros distritos?

La pregunta es: si para la cultura de Madrid habría sido un oprobio verse representada por el difusor, a título personal, de este texto de destrucción de la memoria, ¿por qué no habría de serlo para los ciudadanos de cualquier distrito? La respuesta solo es posible cuando se conteste a esta otra pregunta: ¿habrían consentido ni por un instante sus compañeros de candidatura la presencia a su lado de alguien que hubiera difundido por las redes un chiste en el que los asesinados por una banda fascista en un despacho de abogados de Atocha hubieran aparecido como ceniza arrojada a un vertedero?, ¿lo habrían votado sus electores?

Los actos políticos deben tener consecuencias políticas. La práctica del mal radical, en el sentido que Arendt y Semprún dieron a este concepto, es un acto político, una práctica de poder total sobre la vida y sobre la muerte. Aparte de cualquier consideración moral, el mandato de su recuerdo es, por eso, una exigencia política. Puede no cumplirse, sin duda, lo mismo que puede pervertirse o instrumentalizarse al servicio de intereses espurios. Tal es la carga de la libertad del hombre: que de la misma manera que en su libre decisión radica la posibilidad de cometer o no un acto de mal radical, también pertenece al ámbito de su libertad cumplir el mandato de memoria o destruirla. Uno y otro son actos políticos, pero uno y otro deben arrastrar, por lo mismo, exigencias políticas tan radicales como el mal cuya memoria herida por la historia se pretende cultivar o destruir.

Santos Juliá es historiador.

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